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#05 Julio 2014 / CocinArte Reflexiones sobre arte y cocina

Música y cocina molecular

Dos ejemplos musicales

Comisario: Marina Hervás Muñoz

La relación de las artes entre sí es un tema casi tan antiguo como la propia reflexión sobre el arte: pensemos si no en un dictum como el de Ut pictura poiesis[1], que ha recorrido, como un fantasma, buena parte de la teoría del arte. En este ensayo nos encargaremos de una conexión hasta hoy descuidada, no tanto por un olvido de los teóricos del arte sino por su actualidad. Se trata de la posible unión o diálogo entre la música y la cocina; y, en concreto, en la música que toma elementos de la cocina molecular. No nos interesan aquí tanto las relaciones sinestéticas (para ello, se puede consultar, entre otros, el texto de Ramachandran V. S., Hubbard E. M. de 2003), como los puntos de encuentro de sus lenguajes, materiales, proceder, etc. y, sobre todo, si tal relación puede suponer una aportación recíproca. Para ello, nos concentraremos en dos obras. El Livre de les illusions, de Bruno Mantovani y el disco Molecular gastronomy del grupo Food.
Estas dos obras son canónincas en dos aspectos. Por un lado, porque ambas se basan en modelos culinarios de manera directa, Mantovani en Ferrán Adrià y Food en el proceso técnico y creativo de la cocina molecular en términos generales. Es decir, ambas tienen la cocina como punto de partida. Por otro lado, porque ejemplifican magistralmente lo que tratamos de defender: que la relación entre la música y la cocina molecular no ha dado aún un aporte significativo a ninguna de las dos disciplinas, sobre todo por un problema de recursos y desarrollo del lenguaje musical de los compositores. En este ensayo, de todas maneras, dejaremos de lado la vía de la aportación que ha podido hacer la música a la cocina y apostaremos por un estudio de lo que toma la música de la cocina.


[1] Se encuentra en Horacio Flaco, Epístola a los pisones, verso 361, Madrid, Gredos, 2007

 

Un alto en el camino: el punto de vista desde el que se enfoca este ensayo es la consideración de la intención del compositor como sólo una de las partes de la obra, es decir, que la obra y la intención no coinciden necesariamente. Por eso, cuando tomamos referencias de lo que los propios compositores señalan de la pieza, es considerado más bien como otro análisis posible de ésta. Si bien este punto es verdaderamente polémico, se expone aquí como premisa de trabajo a considerar ante posibles respuestas críticas.

La obra de Mantovani, el Livre de les illusions [2], fue estrenada en junio de 2009 y fue fruto de la residencia del compositor en el IRCAM de París. Está compuesta para tres flautas, piccolo, cuatro clarinetes (inlcuido uno en mi b y clarinete bajo), cuatro trompetas, tres trombones, tuba, percusión, violín, viola, cello y contrabajo. La obra está basada en cada uno de los treinta y cinco platos que degustó en El Bulli en 2007. Es una unión de treinta y cinco pequeñas piezas que se van encadenando. Incluso sin partitura, el paso de una a la siguiente es, en muchas ocasiones, evidente, ya que utiliza elementos tradicionales de corte, como por ejemplo un acorde interpretado por la mayoría de la orquesta que es el final y el principio de las piezas encadenadas. En una entrevista para www.gourment.com del 25 de junio de 2009, Mantovani señaló que «los mundos de la música y la cocina me parecen íntimamente conectados, en la inmediatez en que ambos son experimentados y en la forma en que ambos suponen un reto para los sentidos. Recuerda que los músicos utilizan a menudo metáforas de la comida, cuando señalan sobre su propio trabajo cosas como “armonía picante”, “orquestación ácida”, etc. Cuando comí en El Bulli, pensé en mi comida en términos musicales y le puse notas a todo lo que comí»[3].

Fragmento de la obra


[2] Si el título tiene o no que ver con el texto homónimo de Paul Auster de 2002 es algo que desconocemos.

[3] «And the worlds of music and food seem to me intimately connected, in the immediacy with which both are experienced and the way they can challenge the senses. And remember that musicians often use food metaphors when they speak of their own work—‘spicy’ harmony, ‘acid’ orchestration, and so on. When I ate at El Bulli, I thought of my meal at once in musical terms and made notes about everything I ate.» [recurso electrónico consultado el 16 de abril de 2014]

 

Platos que forman las partes de esta obra, tomadas del programa original del estreno.

Si algo tienen en común la música y la cocina, al menos en el sentido tradicional de su consideración, es lo efímero de su producto. Aún en la cocina es más radical, ya que su soporte es siempre caduco. Por eso, un elemento clave para aproximarnos a ambas disciplinas es la memoria, o más bien, la posibilidad de construir recuerdo o repetir uno previamente aprendido. Una de las explicaciones que se han dado tradicionalmente a las repeticiones en las grandes formas musicales, especialmente en la forma sonata, de la que deriva la sinfonía como la entendemos hoy en día, o el aria da capo; es estimular la capacidad del receptor de recordar las partes mediante las cuales se construye la pieza, de entender la estructura. Sin embargo, si se quiere hacer buena música, lo más importante es tocar la repetición como si fuese nueva, como si se escuchase por primera vez, ya que no es lo mismo en el espacio y en el tiempo. Esto sería problemático aplicarlo a la cocina. Por un lado, siempre queremos que la comida –en la cocina tradicional- se corresponda con nuestro recuerdo. Pero, precisamente, contra lo que lucha la nueva cocina es contra el recuerdo, contra lo establecido. Esto es exactamente así en la música contemporánea, donde lo que se pretende es, aún más allá, desaprender a oír o, dicho con Adorno, desnaturalizar las estructuras establecidas que asumimos como lo normativo. El meollo de la cuestión, aquí, es que la eliminación del recuerdo más lo efímero del producto hacen de la nueva cocina un no-lugar. Ahora bien: los comensales de elBulli querían probar, pero querían probar, experimentar, lo que ya estaba en el recuerdo colectivo (aunque sea un colectivo reducido): la comida de elBulli no podía saber como algo cotidiano, pues precisamente en lo inesperado está su consideración como arte. 

La apertura que ofrece un lugar que se recorta por la lógica de la empresa y de la institución tiene los riesgos de convertir lo que podría ser un objeto artístico en un objeto de consumo, algo con lo que (al menos aún) la música contemporánea no comulga literalmente. Esta tensión es lo que muestra Mantovani, de manera negativa, en su pieza. La repetición de la estructura sorpresiva, marcada por una suerte de fanfarria, es su modus operandi. La primera pieza, que habla de una oliva esferificada, narra casi de manera gráfica como la oliva estalla en la boca, abriendo así la sorpresa de lo esperado-inesperado. Esto, musicalmente, no está más que esbozado. El problema de esta obra se encuentra en que la sorpresa es tan repetitiva que termina convirtiéndose en su contrario, en lo normalizado: lo que media entre sorpresa y sorpresa (o lo que debería ser tal) es precisamente lo que adquiere interés. Es por eso que la coda final, que empieza hacia el minuto veinticuatro resulta machacona y simple. Nombra sus influencias sin alcanzar su magisterio: no conduce la repetición como Shostakovich, no piensa en texturas como Poulenc y no explota el sonido como Prokofiev. Ni tampoco como Mantovani. Porque en esta pieza hay una suma de cosas que quieren ser grandes, y por eso se quedan pequeñas.  La obra que Mantovani presenta es una explosión de fuegos artificiales. Construye su obra a base de efectos especiales, donde no sugiere, sino que señala sin mediación.

La música no da cuenta de sí misma, sino que se ampara en asociaciones más o menos manidas de lo que una experiencia culinaria extraordinaria (que responde, en cierto modo, a la propuesta de elBulli) podría aportar. Sólo de vez en cuando destaca alguna esquina que promete contar algo más allá de lo evidente. Es más respetuoso, en este sentido, con el título de la pieza, el Libro de las ilusiones que con lo que trataba de llevar al lenguaje musical, la experiencia al comer el menú de degustación de elBulli, en la medida en que crea musicalmente un teatro del artificio. Su lenguaje tiene mucho que ver con el de las malas bandas sonoras, lo que implica que la música no tiene su propia poética, sino que trata de imitar lo que lo no musical prescribe. Sólo se libra de esa atadura cuando va a lo menos representativo, a partir del solo de cello que retoma la trompa hacia el minuto veinte de la pieza (en el vídeo: minuto 2:37).  Como si le diese miedo seguir explorando lo que puede dar ese lugar de intimidad y de exploración de la experiencia, enseguida vuelve al lugar seguro, a los golpes de viento y percusión que son muy gráficos para la sorpresa y para nombrar lo inesperado. En breve: Mantovani es aquí como el aguafiestas que desvela antes de tiempo que va a celebrarse un cumpleaños sorpresa para un amigo. Precisamente al nombrar la sorpresa, o al esperar lo inesperado, desaparece su efecto y su sentido.

 Es una obra programática al uso, ya que él trata de plasmar musicalmente lo que experimentó, sin reflexión, sin exploración, desde una subjetividad plana. Es decir, su programa es la comida. Lo único que nos puede interesar en esta pieza, en cuanto a la relación entre música y cocina, es la inspiración. En este sentido, nos resulta muy pobre la relación que venimos tratando, ya que la cocina no aporta nada a la música a nivel cualitativo, es sólo su motor. Podríamos pensar la música sin  ese motor, porque podría haber sido cualquier otro. Es decir: aquí no hay cocina. Como señala Jacques Doucelin, «sans vouloir désobliger personne, l'oreille, même la plus exercée, est impuissante à retrouver la moindre trace culinaire dans cette magie sonore»[4]. No hay paralelismo entre proceso creativo (también porque hay una inversión de roles entre comensal y compositor, el paralelismo más interesante sería, quizá, el comensal como oyente), ni siquiera una verdadera traducción de esa utilización de términos culinarios, como “dolce”, a la pieza[5]. En este último sentido, creo que Mantovani da en el clavo –sin querer-, ya que tal y como demuestran algunos estudios (Crisinel and Spence, 2009, 2010a,b, 2011 o Mesz et al., 2011), las asociaciones de carácter sinestésico se corresponden más a elementos culturales que a algo así como una ontología de la escucha (aunque algunos de estos investigadores insisten en encontrarla, como el caso de Mesz, Trevisan y Sigman, que pretenden “salificar” o “agriar” obras). Es decir, si se asocia lo “dolce” a un sonido delicado, quizá piano y con intervalos cortos, casi mejor por grados conjuntos y evitando juegos cromáticos; y lo salado a un sonido más bien picado y con intervalos más acusados que en el “dolce”, tiene que ver con cómo nos han enseñado a escuchar. Esto lo han visto músicos y musicólogos como Dahlhaus o Feldman, que señalan que escuchamos a través del lenguaje que hemos aprendido. Estas asociaciones no están o, al menos, no se han conseguido, en la obra de Mantovani. Y precisamente eso le da, sin querer, verdad a su obra: Este tipo de asociaciones asumen una relación entre la música y la cocina de manera inmediata. ¿Por qué una música que explicite dolce tiene más que ver  con la cocina que una que no lo haga? ¿Por qué un poema que hable de un pimiento tiene una vinculación más íntima con la cocina que uno que no? Este tipo de lecturas inmediatas de las relaciones entre las artes impiden a los teóricos y críticos comprender el sentido de las obras de arte. 



[4] [recurso digital- consultado el 17 de abril de 2014].

[5] Este tipo de asociaciones asumen una relación entre la música y la cocina de manera inmediata. ¿Por qué una música que explicite dolce tiene más que ver  con la cocina que una que no lo haga? ¿Por qué un poema que hable de un pimiento tiene una vinculación más íntima con la cocina que uno que no?  

 

El otro ejemplo que queríamos traer a colación en este trabajo es el del grupo Food, Molecular gastronomy, de 2007. El grupo está compuesto, en esencia (ya que siempre cuentan con otros colaboradores –en este disco, por ejemplo, Maria Kanegaard y Ashley Salter), por Ian Ballamy (saxofón y flauta) y Thomas Stronen (percusión y electrónica). El grupo, en los dos discos anteriores, Veggie (2002) y Last Supper (2004), contaba también con el trompetista Arve Henrkisen y el bajista Mats Eilertsen y se nota. Estos dos discos se contrastan con el Molecular gastronomy porque en éste sólo en la percusión explora y cuenta algo cualitativamente nuevo. No hay un “Junkfood” (Tema de Last Supper) o un Eat (del disco Veg) en el disco de 2007, ni tampoco su impulso (que es lo más dramático). Lo cierto, no obstante, es que algunos temas ya profetizaban la tendencia del grupo (como el “Christcookies”, también de Last Supper).

Todo parece apuntar a que la idea de Molecular gastronomy surgió, al menos, a partir de las técnicas de texturas que proponen, como base de la cocina molecular, Ferran y Albert Adriá, el juego con texturas en general y la esferificación, en particular; el concepto de Khymos (que se refiere a la unión de la química y la cocina), del cocinero Martin Lersch y el cambio en la comprensión de la cocina del chef Heston (Blumenthal), que dirige el restaurante The Fat Duck.

El problema de este disco, dicho en breve, es que no se terminan de desprender del lenguaje tonal o de lenguajes semitonales (como en Alchemy). Stronen amplía las posibilidades de la percusión y se mantiene en modelos muy interesantes, pero Ballamy no lo sigue. Con esto no queremos criticar el buen hacer de Ballamy (que tiene su fama ganada por muchos otros proyectos), sino poner en cuestión su lenguaje de cara al objetivo que nos ocupa hoy, ya saben: la relación entre la música y la cocina. Ellos se definen como unión entre lirismo de lo melódico frente a lo “atmosférico” (por llamarlo de alguna manera, aunque somos conscientes de que el término es muy problemático) de la unión de percusión y electrónica de Stronen[6]. El problema es que si queremos enfocarnos hacia una relación –o una aportación- entre música y cocina, pensar en una música que tienda a lo icónico, a lo gráfico, como pasa con el trabajo melódico de Ballamy, es volver al problema de Mantovani: la música llega, como mucho, a ser banda sonora de lo culinario[7]. En este caso, no obstante, el proyecto no cae en la literalidad, en el naïf de Mantovani, pero tampoco se atreven a dar ese paso más allá. Quizá la interpretación más injusta a la percusión de Stronen es aquella que la juzga como el juguetear entre cazuelas y sartenes. Precisamente lo interesante de su percusión y electrónica es que parten de la cocina molecular como programa, es decir, toman su lógica, (como en “Texturas”) sin reducir la música a ella. Por eso se superponen capas sonoras y se van modulado a través de un diálogo que culmina en Alchemy. Las texturas están en la electrónica y en la percusión, lo que hace Ballamy sólo oscurece la aportación de Stronen.


[6] “Food is highlighting the delicate balance between Ballamy’s melodic and lyrical playing and the electronic soundscapes and grooves from Strønen”, tomado directamente de su web [recurso electrónico- consultado el 20 de abril de 2014]

[7] Puede parecer que aquí hay un ataque a las bandas sonoras. Nada más lejos de nuestra intención. A lo que queremos hacer referencia es a esa relación entre música y cocina donde la música pasa a un segundo plano, donde su lugar es sólo descriptivo y pierde su articulación poética por la fuerza de lo que trata de representar.

 

Una música que pretenda apropiarse de un proceder de otras disciplinas artísticas o que, al menos, lo tenga como modelo, no puede suponer un retroceso en lo avanzado por la disciplina de la que parte. El lenguaje de Ballamy es el del jazz más tradicional (incluso a veces retrógrado) –sólo a veces tiene algo que ver con el free jazz-, que sin el trabajo de Stronen quedaría, en este contexto, flaco, desconectado, congelado en el tiempo. Reiteramos: esto no es malo en términos generales, pero entonces debería omitirse la relación explícita del proyecto con la cocina a la que refieren. En cierto sentido, es un disco cojo, que no termina de cerrarse. El lenguaje de Ballamy sigue hablando demasiado cerca de lo que ya sabemos y queremos y nos gusta oír, es decir, se mantiene en la costumbre, en lo cómodo. En la antípoda no sólo está la cocina molecular, sino también la nueva música. La experiencia sonora que propone Ballamy hace al oyente volver siempre a casa, a lo que ya conoce. Sólo caben algunas excepciones, como “The Lader Chef”  y “Lota”,  donde precisamente trabaja con la flauta. Si hay un lugar donde se encuentren la música y la cocina molecular es en la experimentación, en el lugar de ruptura. El momento político de esa ruptura, cuya influencia es fundamental en la definición de la ruptura lingüística y experimental, no podemos tratarlo aquí por motivos de espacio. Quede nombrado. En breve: lo que Ballamy propone en contraste con Stronen en un modelo musical que contradice muchos de los elementos de un arte contemporáneo que quiera serlo enfáticamente y dialogar con otros modelos artísticos.

Bibliografía:

Crisinel A. S., Spence C. (2009). “Implicit association between basic tastes and pitch”. Neurosci. Lett. 464, 39–42 link

Crisinel A. S., Spence C. (2010a). “As bitter as a trombone: synesthetic correspondences in nonsynesthetes between tastes/flavors and musical notes”. Atten. Percept. Psychophys. 72, 1994–2002 link

Crisinel A. S., Spence C. (2010b). “A sweet sound? Food names reveal implicit associations between taste and pitch”. Perception 39, 417–425 link

Crisinel A-S., Cosser S., King S., Jones R., Petrie J., Spence C. (2011). “A bittersweet symphony: systematically modulating the taste of food by changing the sonic properties of the soundtrack playing in the background”. Food Qual. Prefer. 24, 201–204 link

Mesz B., Trevisan M. A., Sigman M. (2011). The taste of music. Perception 40, 209–219 link

Ramachandran V. S., Hubbard E. M. (2003). Hearing colors, tasting shapes. Sci. Am. 288, 52–59 link

 

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