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#05 Julio 2014 / CocinArte Reflexiones sobre arte y cocina

El cocinero que cocina

Autor: Josep Maria Pinto

El cocinero que cocina

“Sabía [...] que el campo que se abría al músico no es un teclado mezquino de siete notas, sino un teclado inconmensurable, todavía casi del todo desconocido, donde sólo, aquí y allí, separadas por espesas tinieblas inexploradas, algunas de los millones de teclas de ternura, de pasión, de coraje, de serenidad que lo componen, cada una tan diferente de las otras como un universo de otro universo, han sido descubiertas por algunos grandes artistas que nos hacen el favor, despertando en nosotros la correspondencia del tema que han encontrado, de mostrarnos qué riqueza, qué variedad oculta, sin que lo sepamos, esta gran noche impenetrable y desalentadora de nuestra alma que tomamos por vacío y por nada.”

Marcel Proust, Un amor de Swann

 

O dicho de otro modo, en la estela de Heidegger, lo que denominamos obra de arte acaso es una aparición que nos presenta la verdad de las cosas, un desvelamiento que nos restituye lo que permanecía oculto.
Pero cuando hablamos de la cocina de Ferran Adrià no queremos hablar de arte. En el último siglo, el arte ha destrozado las fronteras que, hasta fines del xix, limitaban y determinaban soportes, maneras, estilos, conceptos e intenciones. Paradójicamente, este vértigo centrífugo no se ha correspondido con una atomización del término, sino al contrario, con un acotamiento de la pertinencia de su uso. Y en este sentido, Ferran Adrià no es un artista, no hace Arte. La disciplina que practica no es una disciplina artística; es más, de hecho, en un sentido heideggeriano, el fruto de su trabajo quizá se acerca más a la “herramienta” que a la “obra”.
¿Por qué razón, pues, existe esta voluntad de establecer puentes entre la cocina (en particular la de Adrià) y el mundo del arte? ¿Por qué motivo, desde fuera y hacia elBulli (y casi nunca al revés) se han propuesto actos, exposiciones, ensayos, eventos que no pertenecen a la tradición y al ámbito de la cocina, ni siquiera al de la cocina denominada de vanguardia?

Diálogo abierto

La proximidad de Adrià con el mundo del arte se producía de entrada a nivel puramente anecdótico, en virtud del papel de intermediario del restaurante: el artista acudía en tanto que comensal, el chef ejercía. Pero el restaurante, en efecto, medió, propició encuentros y, en este sentido, es casual pero ciertamente interesante que el único cliente que había visitado cada año elBulli, y ya desde 1963, fuera un artista, Richard Hamilton, que llegó de la mano de Marcel Duchamp. La relación con Hamilton se fue estrechando con el tiempo; el veterano era él, y no sólo por su edad: cuando Adrià aterrizó en elBulli, el británico hacía ya veinte años que iba allí a almorzar. En 1999 se produjo un mínimo intercambio de flujo creativo, un “acto”, cuando entre ambos idearon la mise en escène para uno de los “Polaroid portraits” de Hamilton. La colaboración más consistente ha sido teórica, con la participación de Hamilton como editor, junto con Vicent Todolí, del libro Comida para pensar, pensar sobre el comer, que recoge toda una serie de material relacionado con la participación de Ferran Adrià en la Documenta 12.
También acudía a elBulli como cliente el escultor Xavier Medina Campeny, durante los “años heroicos”, aquellos en los que sólo conocían el restaurante los iniciados. En 1991 ambos acordaron que, durante los seis meses de cierre anual del restaurante, Adrià iría a diario a trabajar al taller del escultor en Palo Alto, en Barcelona. Entre las cuatro paredes de la madriguera del artista intercambiaban impresiones sobre métodos, materiales, utensilios, ritmos, actitudes... Aunque Adrià suela decir que sólo “hacía el almuerzo”, había en aquella convivencia con un modo diferente de trabajar y, sobre todo, en la libertad de cocinar sin la obligación del servicio diario del restaurante, el germen de lo que sería el taller de elBulli, la conciencia de una necesidad: para que la cocina siguiera avanzando y evolucionando era preciso dotar de una estructura y una metodología a la parte creativa del métier.
Entretanto, como veremos más adelante, Adrià fue profundizando, radicalizando su discurso y su estilo, y a medida que iba fluyendo la década de 1990, su cocina iba despertando un interés creciente, primero entre sus colegas y el mundo de la gastronomía en general, pero bien pronto entre personas de otros ámbitos: el arte, el diseño y hasta la ciencia. Y esta vez no juzgaban (o no sólo) como comensales, sino que reconocían una materia, una manera que les era afín o próxima por alguna razón. A partir de aquí se produjeron los primeros pasos de este diálogo suscitado, como decíamos, desde fuera hacia adentro, y la obra de Adrià pasó a ser motivo de inspiración o de reflexión para artistas que no sólo se sentían atraídos por el resultado que se les servía en un plato, sino por la identificación de una mente creativa. Eran reconocimientos a una comunión de talantes; el estímulo venía propiciado por el élan creativo de Adrià.
En 2002, la cadena francoalemana ARTE emitía el documental Des trous et des bosses (Hoyos y baches), de Jean-Louis Comolli, un recorrido por los espacios físicos y la manera de trabajar de Miquel Barceló, a quien se pedía que identificara a tres figuras actuales destacadas desde el punto de vista creativo. Barceló citaba a Ferran Adrià, al cineasta ruso Andrei Tarkovsky y al novelista suizo Martin Suter. Al año siguiente, también en ARTE, se podía ver el documental Der Koch, der Hund und Dali – Aus der Zauberküche des Ferran Adrià (El cocinero, el perro y Dalí – De la cocina mágica de Ferran Adrià). Intervenía Jan Hoet, director de la Documenta 9, una de las primeras personas que osó explicitar un juicio sobre la cocina de Adrià desde más allá de los parámetros culinarios.
A partir de entonces se produjeron intentos para hacer encajar la obra de Adrià en los espacios del arte. Siempre en vano. En 2004, la Bienal de Valencia lo invitaba a participar en una exposición conjunta con la arquitecta Odile Decq. Dos años más tarde, la Tate Modern de Londres estudiaba la posibilidad de realizar alguna intervención con el cocinero. Sébastien Planas, director del Centro de Arte Contemporáneo de Saint-Cyprien, también intentó convencerlo para que organizara una exposición, así como, más tarde, Manuel Borja-Villel, cuando era director del MACBA. La respuesta de Adrià siempre fue negativa, y no por sistema, sino porque no veía cómo podía integrar una actividad con una liturgia tan definida como la suya en un ámbito tan ajeno como una muestra de arte. Las únicas exposiciones que se avino a apoyar mostraban no su cocina, sino que ilustraban los métodos creativos (en 2002 en el Palau Robert), el diseño (en 2005 en el Centre Georges Pompidou de París) o mostraban las fotografías de Francesc Guillamet de los platos de elBulli (en Valencia en aquel mismo año).
En 2006 llegó la invitación de Roger Buergel, comisario de la Documenta 12, que debía celebrarse al año siguiente. Buergel supo convencer a Adrià para que aceptara el reto, y este sometió entonces el abanico de posibilidades que tenía de llevar su obra a Kassel a un análisis intenso. La conclusión tenía que ser la que fue: la obra de Ferran Adrià sólo puede equivaler a la experiencia de almorzar o cenar en elBulli, de consumir el menú entero en el restaurante de Cala Montjoi. A partir de aquí, también, las limitaciones draconianas de aforo que vivía elBulli diariamente se trasladaban a los eventuales visitantes de la Documenta, y tan sólo dos personas viajarían a diario a este nuevo pabellón G situado en el Cap de Creus para vivir la experiencia. La cosa dio que hablar.
Más allá de las polémicas hay un hecho objetivo: la intervención propició un sinfín de posicionamientos de personas que hasta entonces no se habían sentido interpeladas. Dicho de otro modo, se abrió el debate, a veces arrebatado y a contrapelo, pero debate al fin y al cabo. La participación de Adrià también dio lugar al libro citado, Comida para pensar. Pensar para el comer, editado por Hamilton y Todolí, que recogía artículos de Adrian Searle, el propio Hamilton o Roger Buergel, y reproducía las dos mesas redondas que se celebraron en 2008, con críticos de arte, escritores, marchantes, artistas y cocineros. El “efecto Documenta” multiplicó el interés de representantes de otros mundos por la cocina de Adrià. Y no sólo de artistas: hacía ya unos años que el diseño se había implicado, a veces a petición del chef, en la búsqueda de mejores artilugios para elaborar, presentar y consumir ciertas preparaciones. Esta vertiente de su actividad propició la concesión del Lucky Strike Award de la Raymond Loewy Foundation. También la ciencia y la universidad llamaron a la puerta, y así se establecieron acuerdos de cooperación como el firmado con la universidad de Harvard, y se concedieron a Ferran Adrià tres doctorados Honoris Causa.
En cuanto a las propuestas provenientes de artistas, se puede citar el estreno, en 2009, de la obra musical Le livre des illusions, del compositor francés Bruno Mantovani, una suite de treinta y cinco piezas basadas en los platos de un menú de elBulli. Los fotógrafos estuvieron entre los más prolíficos a la hora de tender la pasarela del diálogo. En 2006, Hans Gissinger había realizado una serie sobre las texturas del agua. En 2010, la fotógrafa Hannah Collins concibió y elaboró series inspiradas por los productos utilizados en elBulli. Por otro lado, el carácter “oficial” del trabajo de Guillamet como responsable de fotografiar todos los platos de elBulli no tiene que ocultar lo que de suyo hay en las fotos: una comunión y una comprensión de la obra de Adrià, más allá de un savoir faire y de unos valores funcionales y estéticos.
En los últimos años, y tras la transformación de elBullirestaurante en una fundación que acogerá toda una serie de proyectos orientados a investigar y profundizar en la creatividad y en el lenguaje de la cocina, entre otros, Ferran Adrià se ha acercado de nuevo al mundo de las exposiciones, en 2012 con una muestra en la que se resumía el qué, el cuándo, el dónde y el por qué de la trayectoria del restaurante, que se vio en el Palau Robert de Barcelona e itineró por una serie de ciudades de todo el mundo, empezando por Londres y Boston; posteriormente con una exhibición en el Drawing Center de Nueva York titulada “Ferran Adrià: Notas sobre la Creatividad” (que había de viajar luego a Cleveland, Minneapolis y Maastricht); una breve parada en Arco Madrid, con dibujos y anotaciones sobre el mapa del proceso gastronómico; y finalmente, “Ferran Adrià. Auditando la creatividad”, una ambiciosa exposición articulada según el mapa del proceso creativo y que, tras su paso por Madrid, tiene previstas sendas estaciones en Berlín, Sao Paulo o Lima. Todas estas incursiones, y especialmente la última, han de preparar lo que será elBulli1846, un recorrido narrativo y expositivo a través del cual se pretende que los visitantes reflexionen sobre el proceso creativo en general, sus condicionantes, los recursos necesarios y la personalidad para llevarlo a cabo; también sobre la historia de la cocina, a través de un análisis evolutivo, y finalmente sobre la decodificación de la reproducción gastronómica, todo ello contextualizado con la historia y la obra culinaria de elBulli.
Estas son algunas de las estaciones del diálogo entre el arte y la cocina de elBulli, que recoge otras propuestas no concretadas o en curso. Mientras tanto, Adrià se ha mostrado atento y receptivo a toda nueva enseñanza, a pesar de que en todo momento ha querido reivindicar el hecho de que su discurso creativo nace estrictamente dentro del ámbito culinario, y que ni siquiera hay anzuelos o coartadas que puedan dar pie al equívoco. Es preciso ver, entonces, qué tiene esta cocina para haber desvelado el interés más allá del mundo de la gastronomía. Y en este sentido quizá no se debe buscar en qué se parece su cocina al arte, sino en qué se diferencia de lo que había sido la cocina hasta finales del siglo xx. Tal vez lo que se escapa de la noción habitual de cocina es lo que destiñe en conceptos contiguos y desborda su molde.

La cocina de Adrià

Partiendo del nuevo paradigma que la nouvelle cuisine había establecido unos años antes, que otorgaba libertad a los cocineros para establecer su recetario, en 1987 Adrià se propuso encontrar un estilo propio, comenzando por centrar su atención en la cocina de su entorno. Los cinco años siguientes dedicados a introducir en la alta cocina conceptos que hasta entonces eran ajenos a esta corriente (cocciones tradicionales, productos autóctonos, preparaciones de la cocina popular y hasta doméstica) vinieron acompañados de una constatación: la libertad teórica otorgada por los nouveaux cuisiniers quedaba drásticamente capada por lo que de “herramienta” tiene la cocina, por su funcionalidad (fisiológica, social, económica).
Hacia el año 1992, Adrià vio que, en el desempeño de su disciplina, hacía un cierto tiempo en que, junto al estilo autóctono, surgía una nueva serie de preparaciones y de conceptos que remitían directamente a la reflexión de los materiales de la cocina como lenguaje. Para que la cocina evolucionara, no se trataba de añadirle cosas, de equiparla con atributos de otras disciplinas, sino, de un lado, de ensanchar verdaderamente su campo de acción, de tantear su auténtica extensión. Y del otro, de explorar la cocina como lenguaje. Dicho de otro modo, Adrià se encontró con un material entre manos con el que poder expresarse, suscitar emociones y reflexión, inducir el juicio racional y estético. Pero para ello, la evolución de la cocina tenía que correr paralela a una autoconciencia, a un autoanálisis de lo que se estaba consiguiendo y de las posibilidades que se iban abriendo.
Los hechos señalan el año 1994 como el de la plena conciencia de hallarse ante unas posibilidades enormes. Una vez atisbada la amplitud del campo por correr, una vez sabedor de que poseía la herramienta para cultivarlo, Ferran Adrià comenzó a multiplicar las propuestas, a deshacer convenciones y a derribar pilares, paredes y hasta cimientos del edificio de la cocina. Desde entonces la evolución ha resultado multiforme, de una influencia fenomenal. Quien no se ha inspirado en preparaciones y técnicas suyas utiliza artefactos que él ha descubierto, creado o remodelado. Y en general, ningún cocinero que se dedique a la alta cocina puede mostrarse ajeno a la actitud que nació a mediados de los noventa, a aquella toma de conciencia que certificaba la plena libertad dentro de unos límites que cada nuevo descubrimiento iba ensanchando (pero en cualquier caso, dentro de los límites que marca la propia cocina, como veremos más adelante).
Lo que caracteriza la cocina de Ferran Adrià, sobre todo desde 1994, es la presencia de tres elementos, tres pilares, tres enfoques que aparecen siempre, en porcentajes variables, en cada una de sus creaciones. Son: la creatividad a través de los sentidos, la búsqueda técnico-conceptual y el sexto sentido. Existe una cierta gradación en estos tres pilares: desde aparentemente menos específico de la cocina de Adrià a manifiestamente más definitorio. La reflexión sobre el papel de los sentidos en la cocina parece, de entrada, que se corresponda con una actitud lógica de todo cocinero. Pero en la cocina nacida a partir de los noventa, esta búsqueda es intencionada, metódica, extensiva. De ello ha surgido toda una serie de nuevas nociones, de conceptos inéditos, una abolición de las convenciones: disolución de las fronteras entre dulce y salado, papel cada vez más importante del sentido del tacto (texturas, temperaturas), esfuerzo por conseguir la máxima pureza en el gusto de cada alimento aun cuando éste se manipula, etc.
La búsqueda técnico-conceptual es la sistematización de un fenómeno que hasta entonces era esporádico, por no decir aleatorio. Por poner un ejemplo, el carpaccio nació hacia los años sesenta como receta única: un plato a base de carne de buey cruda, cortada en láminas finísimas y sazonada con un condimento. Hoy en día es un concepto, que se puede definir como todo aquel plato en que se presenta un alimento (ya no sólo carne), preferentemente crudo (pero no siempre), cortado en láminas finas que ocupan la superficie del plato. El carpaccio es, ahora, un concepto, pero no nació de una voluntad específica en este sentido. En la cocina de Adrià, esta búsqueda de nuevos conceptos, familias, técnicas, “macros”, es plenamente intencionada, se provoca.
Quizá el rasgo más distintivo de la cocina de elBulli es el sexto sentido, es decir, la introducción de la razón en el acto de comer. Hasta principios de los noventa era deseable (exigible en los restaurantes de alta cocina) que el acto de comer satisficiera tres placeres bien diferenciados: el placer fisiológico resultante de la satisfacción del apetito; el placer proveniente de los sentidos, que suscita ya un juicio sobre el oficio y el acierto del cocinero; y el placer relacionado con las emociones, la compañía, el lugar, las expectativas. Adrià explota al máximo un nuevo tipo de placer que proviene de la reflexión sobre lo que se está comiendo y del reconocimiento de unos elementos inéditos hasta entonces. Es el cocinero quien, como si fueran ingredientes o técnicas de cocción, decide y modula estos elementos: la ironía, el juego, la provocación, la descontextualización, el engaño, los recuerdos de la infancia. La memoria es un aliado indispensable: cuanto más amplio sea el bagaje del comensal más sensible será éste a la multiplicación de sugerencias de los platos y a la eventual creatividad que contengan. Antes señalaba que Adrià identifica pese a todo unos límites en el ejercicio de su libertad como cocinero. Justamente en la satisfacción de los cuatro placeres citados se hallan los confines que él se ha fijado para que su cocina siga siendo cocina. Dicho de otro modo, un plato de gran belleza visual, altamente innovador, que introdujera un concepto épatant pero que, en definitiva, no fuera bueno, que no tuviera gusto, no sería cocina.
Estos son los rasgos de la cocina de Ferran Adrià. Pero más allá de análisis, de métodos, de conceptos y técnicas, ¿qué hay, podemos volver a preguntar, que haya podido atraer el interés del mundo del arte? ¿Es simplemente el hecho de haber parido una metodología inédita y tan articulada? ¿De haber osado romper moldes y derribar convenciones? ¿No podría ser que la cocina de elBulli fuera capaz de provocar una experiencia estética equiparable a la que se puede vivir ante una obra artística, literaria, musical? Yo no tengo ninguna duda al respecto, pero esta certeza no se corresponde hasta ahora con una formulación clara y precisa del por qué lo creo. Sólo me puedo apoyar, de momento, en un par de reflexiones. La primera es una serie de sensaciones suscitadas por la degustación de ciertos platos de elBulli. Por ejemplo, las Espardenyes con mentaiko y ruibarbo, de 2003, unas espardenyes cocinadas a la plancha, un ruibarbo escaldado y una vinagreta de huevas de bacalao. O, por ejemplo, los Cocos con caviar, de 2008, una mera, depuradísima “sopa” de leche de coco y agua de coco con un poco de caviar. Hay otros. Son platos que no cito por ninguna innovación que puedan contener, que no es el caso, ni porque presenten algún concepto tremendamente nuevo, que tampoco. Sólo tengo que hablar de una experiencia subjetiva de emoción estética, que iba más allá del gusto acertado de estos platos. Me pregunté entonces si aquella emoción se producía porque algo había encajado con algún patrón de mi espíritu, porque el plato en cuestión había desocultado alguna verdad, porque había levantado un velo.
La otra reflexión proviene de una serie de platos, tres o cuatro, que contenían una misma combinación de gustos, preferentemente a base de zumo caliente de pomelo rosa y praliné de sésamo negro, también de 2003. La intención de Adrià era elaborar unos platos en los que no interviniera en absoluto la memoria, constituidos por una combinación de sabores que no tenemos registrada y que se aleja de todo lo que conocemos. Era una apuesta al límite, que gustó a una serie de comensales y desagradó a otros tantos. Tal vez si la propuesta se hubiera quedado en un plato puntual no habría yo pensado más en ello, pero la tozudez de Adrià a la hora de buscar la fórmula, la armonía que debía llevar en la cabeza, me hizo pensar de nuevo en el plato de las espardenyes: ¿Qué tipo de equilibrio buscaba con insistencia? ¿Qué resultado debía visualizar de forma abstracta? ¿A qué instancia obedecía cuando casi se saltaba aquel límite autoimpuesto que exige que todo plato sea “bueno? ¿Por qué se obstinaba en prescindir de muletas que, como la memoria, asegurarían el éxito del plato? ¿A qué rincones del espíritu se quería dirigir? ¿Qué patrones quería remover? Y pensé que el cocinero, sirviéndose estrictamente de su lenguaje y de sus herramientas, intentaba rescatar una belleza existente que hasta entonces había permanecido oculta. Lo que quería llevar a la luz desde aquella noche impenetrable y desalentadora de nuestra alma que, como decía Proust, tomamos por vacío y por nada, era una verdad poética.

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