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#01 Marzo 2013 / Nómadas y trapecistas Nuevos escenarios del arte contemporáneo

Sermón contra el nomadismo, la velocidad y la deslocalización

Autor: VALENTÍN ROMA

De entre todas las supersticiones contemporáneas quizás la más exasperante es ésa que nos habla acerca de la ubicuidad del presente, sobre la creencia de vivir en un tiempo y un espacio expandidos hasta el infinito. Y habéis leído bien, porque he escrito dentro de una misma frase superstición, ubicuidad, creencia e infinitud, que son todas ellas palabras rescatadas de la jerga religiosa, términos eclesiásticos que se asoman hacia la nuda vida, o sea, hacia la vida grotesca.

Porque el capital se mueve muy rápido; la información fluye vertiginosamente; las fronteras territoriales y políticas son dilatadas o contraídas según convenga a cada momento; la historia se acaba y empieza en función de quien la narre; el arte murió hace exactamente cuarenta y siete años y ochenta y ocho días. Y para terminar un último dato: las fotografías colgadas ayer en Facebook superaron la cantidad de cien millones, mientras que las horas de vídeo que hoy son vistas en Youtube sobrepasarán, sin lugar a dudas, los ciento cincuenta años de duración.

Sin embargo, según decía el viejo Ed Ruscha: 9 to 5, es decir, la mayor parte del día uno reside fuera de todo eso tan inaudito, apenas camina hacia una silla para cumplir con ciertos rigores profesionales, a veces fantasea con la infancia y otras se enoja con su propia voluntad.

Pero ya escribiendo en serio, el problema no reside tanto en dilucidar a qué velocidad nos movemos dentro de un mundo aparentemente acelerado, o si la deslocalización del hombre contemporáneo –¿qué hombre de la historia no soñó con salir del tiempo y el espacio?– es una patología irreversible, un pathos que deberemos arrastrar “hasta el final”.

Aquí el tema que nos ocupa es la distancia, o sea, si en medio de tanta cifra, tanto viaje y tanto ego trip nos queda un hueco para observar por dónde llegan las cosas, cómo se distribuyen, qué están expresando.

Todo lo que he dicho hasta ahora puede parecer un poco etéreo, así que para aclararlo me gustaría rescatar una anécdota curiosa, una de esas historias donde se nos señala hasta qué punto la vida de la gente es frágil, vulgar y, al mismo tiempo, extraordinaria. Dice así: seis días antes de cumplir treinta y dos años, cuando ya empezaba a ser un artista reconocido, James Lee Byars tomó una drástica decisión vital que, a la postre, determinaría su trayectoria creativa. James Lee Byars decidió, cuando tenía treinta y un años largos que nunca iba a pisar el suelo de París.

Aceptaba con ello tres sacrificios especialmente dolorosos: no contemplar jamás en directo la Tríada de Osorkon II, que es un auténtico Lee Byars hecho por orfebres egipcios durante la Dinastía XXII, entre 874 y 850 a. C.; no sentarse bajo la cúpula del auditorio que Oscar Niemeyer construyó para el Partido Comunista Francés, un espacio de proporciones “cósmicas”, un escenario que hubiese resultado perfecto para alguna de sus performances mortuorias, y por último, no pasear a través del Quai de Voltaire y por la rue de la Femme-sans-Tête, donde Charles Baudelaire y Jeanne Duval, la bailarina negra que medía casi dos metros, caminaban parsimoniosamente arrastrando una tortuga con un diamante incrustado en el caparazón.

A partir de ese momento, numerosos museos parisinos intentaron que James Lee Byars cambiase de opinión, aunque ninguno pudo conseguirlo. Incluso se pensó que infringiría su absurdo mandato cuando el artista residió, durante unos meses, en la región de la Picardie, concretamente en Amiens, a tan sólo ciento cuarenta y tres kilómetros de la capital francesa.

No obstante, James Lee Byars se mantuvo inquebrantable, por lo que cuando “realmente” murió se pudo decir de él que era un hombre de férreas convicciones.

Los motivos de este extraño episodio nunca pudieron ser del todo esclarecidos. Hubo quien dijo que Byars detestaba el chovinismo francés, algo totalmente erróneo. También aparecieron voces que señalaban a Daniel Buren como el causante de la paradójica determinación. Sin embargo, mucho tiempo después, fue la hermana pequeña del artista, Claire Lee Byars, quien deshizo el misterio.

Parece ser que cierto día de diciembre de 1946 Charles E. Wilson, décimo presidente de la General Motors Company de Detroit, no se presentó a la junta extraordinaria de accionistas que, como cada Navidad, tenía lugar en la planta noble de la sede corporativa. Tampoco visitó la residencia de William S. Knudsen donde todos los altos cargos celebraban el año nuevo.

Así, después de diez días sin acudir al trabajo, el 7 de enero de 1947, Charles E. Wilson aparcó su Buick Y-Job de color verde en la puerta de las oficinas del consejo de dirección, saludó al vigilante que dormitaba en la puerta de entrada y pidió a la secretaria de Alfred P. Sloan Jr. si podía hablar a solas con el presidente ejecutivo. Una vez dentro del despacho ovalado presentó su dimisión irrevocable, aduciendo motivos de índole personal. Concretamente explicó que Jesucristo se había aparecido en el comedor de su casa, lanzándole una extensísima perorata contra “esos artefactos del Diablo y la velocidad llamados automóviles, que están arruinando el poético discurrir de los trenes sobre las vías del ferrocarril”.

Después de una reunión con carácter urgente y extraordinario, el consejo de accionistas de la General Motors de Detroit, haciendo caso omiso a cualquier resquicio de sensatez, no sólo desestimó el despido de Charles E. Wilson sino que le ratificó en el cargo y, para celebrarlo, anunció que haría tres regalos de Reyes para sus empleados: a los jefes de sección les premió con un flamante Buick Y-Job de color verde, a los encargados de planta les pagó una semana de vacaciones en París y, por último, a los responsables de área les obsequió con una Biblia.

Cuatro días después, el 14 de enero de 1947, los padres de Claire y James Lee Byars visitaban Europa por primera y única vez en sus vidas, asistiendo esa misma noche al estreno de Les Bonnes (Las criadas) de Jean Genet, dirigida por el excéntrico Louis Jouvet en el Théâtre de l’Athénée de París.

El matrimonio Lee Byars nunca habló del efecto que aquella representación teatral tuvo sobre ellos, ni tampoco comentaron jamás la charla mantenida entre Jesucristo y Charles E. Wilson, no obstante, durante los siguientes diez años, cada primer sábado de mes, tenía lugar en el comedor de la espaciosa vivienda propiedad de la maestra y el encargado de planta una ceremonia doméstica muy cruel, que obligaba a sus tres hijos a representar Les Bonnes de principio a fin, reservando el papel de la señora asesinada para el único varón de la casa, el silencioso James.

Hasta aquí los detalles que rodean la decisión de Lee Byars para no visitar París durante toda su vida. Ahora quizás podemos lanzar algunas conjeturas.

La primera y más obvia es que el artista pretendía alejarse para siempre de un lugar asociado a la imposición y al castigo familiar. La segunda, y tal vez más ajustada, es que toda su trayectoria posterior, sus disfraces áureos, sus textos apocalípticos, sus muertes y entierros, no serían otra cosa que minúsculas variaciones sobre aquella pieza de teatro con la que era martirizado de pequeño, que su obra entera apenas habría podido sofisticar la fábula contemplada por sus progenitores aquella noche del 14 de enero de 1947 en París, gracias a que un Jesucristo amante de los trenes se apareció en casa de Charles E. Wilson.

Porque lo que pretendo decir hace rato con esta larga homilía alegórica acerca de la distancia es muy simple: debemos abandonar inmediatamente, a toda velocidad, la idea de poseer algún punto de partida, tenemos que borrar de nuestros imaginarios la creencia, la superstición según la cual un sitio cualquiera nos define por el simple hecho de haber nacido en él, porque un día nos fijamos en su paisaje o en sus gentes. Nadie es de nadie, nadie pertenece a un lugar y si alguna vez, como le sucedió a James Lee Byars, las cosas parecen indicar lo contrario, es decir, si por alguna triquiñuela del destino, de repente se nos presenta claramente un “origen” que explica porqué todo fue desarrollándose de una manera determinada, como si estuviese ya escrito, pues entonces lo mejor es hacer como el artista de Detroit: no pisar nunca ese sitio, no llegar jamás a ese principio que nos impedirá fantasear con otros posibles finales.

La consideración de que somos contemporáneos y, por ello, carecemos de raíces, y por ello, estamos sobre-informados, y por ello, se nos robó una “verdadera” localización, inocula en las consciencias el peligroso veneno de lo fundacional, primer paso para sentirnos huérfanos, desvalidos y desubicados. En este sentido, si como plantea el artista Pedro G. Romero, “católico significa globalizado o, dicho de otra forma, el catolicismo constituye la primera expresión del movimiento globalizador”, podríamos decir que sentirse ubicuo, omnipresente y dentro de un tiempo sin finitud nos hace pensarnos como el mismísimo Cristo, es decir, como anónimos dioses crucificados sobre la pantalla de plasma del ordenador, como jesuses portando una corona de espinas catódica, como señores cuyo perfil de Facebook resucita al séptimo día.

Y en las antípodas del “martirio” que es ser contemporáneo hallamos esa otra superchería que consiste en saberse nómada, apátrida y frenéticamente viajero, algo que nos sitúa dentro de una misma coordenada reverencial. Da lo mismo, entonces, honrar al entrañable ídolo doméstico o venerar a la futurista y posmoderna simultaneidad, aquí parece que de lo único que se trata es de construir altares cada vez más suntuosos.

Con todo lo dicho hasta el momento, se nos presenta una duda de aquellas mal llamadas “insondables”, un sofisma de difícil solución: si no tenemos que guardar un origen, una casa o una hacienda y, al mismo tiempo, si estar de un lado a otro cansa, idiotiza y desarraiga, ¿qué hacer?, ¿permanecemos en el hieratismo o salimos acelerando?

Pues de momento, ante semejante aporía, conviene acudir a un filósofo que se ufanó en reducir todo al absurdo, no tanto por galantería intelectual o por barroquismo zamorano, sino porque Agustín García Calvo –que es a quien me estoy refiriendo– tenía esa forma suya tan particular de tomárselo todo “a la sayaguesa”, según parece que le espetó el profesor Francisco Rico durante cierto coloquio acerca de los giros gramaticales en El Quijote.

El diccionario de la lengua castellana define el sayagués como “un idioma literario de impronta rural que fue utilizado en la literatura dramática española del Siglo de Oro para caracterizar a personajes rústicos y campestres”. Efectivamente, según recuerda el escritor Rafael Reig –de quien he tomado esta deliciosa historia–, podría decirse que García Calvo frecuentó este dialecto con gran ahínco, pues para mantener el NO ante todo hay que ser un poco terco, un poco vasto y bastante erudito.

Pero os contaba cómo podemos acercarnos a lo que escribió el autor del delirante himno de Madrid para ver qué hacemos, si movernos o quedarnos quietos. Y quisiera recordar, entonces, cualquiera de sus muchos textos sobre las ventajas del ferrocarril por encima de otros medios de transporte, su cruzada contra el automóvil, que le emparienta con aquel Cristo de Detroit mencionado más arriba.

Porque entre otras cosas García Calvo expresa que el coche nos convierte a todos en chóferes y mecánicos, mientras que el tren nos hace libres y señores, que bajo los intereses alrededor de la gasolina, la construcción de carreteras y la industria automovilística habita, agazapado, el Capital. Y, por supuesto, se ensaña especialmente con la velocidad de nuestros tiempos, “con la falta que les hace andar a trescientos por hora a quienes se dedican a hacer lo que ya está hecho”.

Así que podríamos decir, también nosotros a la sayaguesa, que moverse sí pero no demasiado rápido, que quedarse quieto no pero tampoco andar por ahí “como vaca sin cencerro”, otro dicho popular de ésos que tanto gustaban a Cervantes y que Pedro Almodóvar convirtió luego en postmoderno trending topic.

Y ya para terminar nuestro sermón quisiera haceros cierta advertencia con un tono menos jocoso: la Historia empezó, según Jean-Luc Nancy, cuando uno de los hombres que estaban dispersos, “codeándose, cooperando o enfrentándose sin reconocerse” se inmovilizó de improviso, como regresando de un viaje misterioso. Este hombre se detuvo en un lugar singular, quizás encima de un cerro o junto a un árbol apartado. Desde allí emprendió el relato que narraba su historia y la de todos los que se congregaban, una historia conocida por todos pero que sólo él tenía el don, el derecho o el deber de relatar. Insisto en que aquí comienza la Historia, justo cuando el mito es interrumpido. También hasta aquí podemos seguir a Nancy, quien señala que dicho cuento sobre el Origen es, al mismo tiempo, la historia del comienzo del mundo, el inicio de la asamblea y, a la vez, el propio principio del relato.

Dónde nos ubicaremos para prolongar esta narración primigenia me parece un asunto secundario, qué sitios singulares elegiremos o qué deslocalizaciones nos sobrevendrán también resulta insignificante. Incluso podríamos prescindir de las palabras que articulan el mismo relato. Sin embargo, aparte de la velocidad con la que lo expliquemos, aparte de lo rápido que acabemos “este” relato para pasar al siguiente, consiguiendo, así, que quienes allí se dan cita no vuelvan a dispersarse; aparte de todo esto que no son más que coyunturas estructurales, tal vez habrá un momento en que tendremos que callarnos por unos segundos, aunque sólo sea para beber agua, para descansar o para tomar aire. Qué ocurrirá en este breve lapso de tiempo sí parece definitorio, con qué imágenes se rellenará este intervalo sí que resulta esencial. Porque ese “tiempo muerto” es la distancia y porque durante ese tiempo breve las cosas son lo que son sin palabras, sin expectativas y sin Futuro con mayúscula, según tenía por costumbre escribirlo García Calvo.

Comentarios

El 12 de Abril de 2013 a las 11:07
V dice:

El origen y el destino: puntos que imaginamos para sostener una línea del tiempo en la que colgamos como ropita al sol nuestra idea de individualidad, de diferencia. Renegamos descolgándonos de ella: no volviendo al lugar del crimen, pero sigue ahí atrás como subryando en su horrorizontalidad su demanda.

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