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#07 Junio 2015 / El tiempo en las instituciones

¡Huir de la obediencia!

Los tiempos del arte y el poder

Autor: Joan M. Minguet Batllori

El poder. El poder y poco más. O poco menos. Los tiempos de la creación, los tiempos del arte se confunden con los de las instituciones que lo albergan, que lo protegen, que lo difunden; que lo rehabilitan para poder seguir poseyéndolo, mostrándolo como signo de poderío.

Ya lo decía Faulkner, “El pasado nunca muere”, y al pasado artístico es al que recurre la institución para iniciar el gran simulacro: aparentar su interés por la cultura para desposeerla de todo punto de controversia, de anomalía, del descrédito de la propia institución —de las instituciones— que las obras pudieran contener en el momento de su gestación.

A partir de aquí, ese poder se ejerce con estrategias que huyen de lo evidente. En el campo del arte el poder trabaja como un funámbulo, aunque el cable sobre el que pasea es lo suficientemente amplio como para que nunca caiga. El sistema sabe que su control efectivo sobre la sociedad se produce en otros lugares: en los medios de comunicación, en los medios de producción, en la calle, en los centros de trabajo. Allí ejercita, si es necesario, la violencia explícita, la represión, el poder judicial y las prisiones, la alienación, la ocultación de la información veraz, la generación de información falsa… Pero en el terreno del arte, esa violencia no es necesaria. El poder cuenta con que el arte del pasado nunca lo moverá de sus poltronas. Por eso se preocupa, si acaso, de los artistas del presente, sólo como mera prevención… Volveré sobre ello.

El arte en el tiempo o los tiempos del arte

En un pasaje de su obra The Aristos, el novelista John Fowles afirma que el arte es la mejor manera de conquistar el tiempo, en el que cada obra es contemporánea y, por tanto, inmortal. La eternidad del arte, en consecuencia, lo sublime de la creación en su comprensión como algo sagrado, propenso al éxtasis, alejado de la racionalidad. Leonardo ya lo había apuntado, "La belleza perece en la vida pero es inmortal en el arte". Y todos hacemos caso a Leonardo, es el paradigma del artista por excelencia, genio en las artes, filosofo o poeta, profeta de las ciencias… ¿quien osa poner algún reparo a la obra de Da Vinci y, tras él, a los que la historia del arte ha situado en la estela de los grandes nombres del pasado, los Vermeer, Rubens, Tiziano, Velázquez, Rembrandt…? Aquella inmortalidad del arte que el autor de la idolatrada Gioconda había anunciado, todos la identificamos con su propia obra pictórica y con su legado humanista. Y, sin embargo, cabe preguntarse si aquella belleza artística presuntamente imperecedera nos pertenece realmente a todos.

El arte conquista el tiempo, decía Fowles.  El novelista argumentaba su afirmación comparando el arte con la ciencia. Y llegaba a una conclusión muy sintomática que podemos resumir así: la verdad del arte está incorporada en sí mismo mientras que la verdad científica debe ser demostrada. “Una obra de arte —dice el autor—, por pobre que sea en términos artísticos, es un objeto en un contexto en el que las pruebas y los desmentidos no existen.” La ciencia tiene una utilidad circunscrita a su tiempo; los avances científicos hacen que algo útil en una época sea substituido por algo mucho más útil en un período posterior; aquello será objeto de olvido, perecerá, y lo siguiente, también, y lo siguiente y lo siguiente y lo siguiente... En cambio, el arte es inmortal, su valor se alarga más allá del instante de su nacimiento, nos habla o nos puede hablar, metonímicamente, de cada uno de sus momentos de recepción: “en el retrato de Ana Cresacre, de Holbein, veo a una mujer del siglo XVI y veo también a todas las mujeres jóvenes de un tipo determinado”, frasea Fowles.

Ese discurso, aunque más tosco, es muy parecido al que Hannah Arendt formula en “La permanencia del mundo y la obra de arte”. El arte no está pensado para ninguna cosa práctica, no es estrictamente necesario para la vida de los ciudadanos (aunque el marxista Ernst Fischer dijera lo contrario), no debe demostrar nada, como diría Fowles, por tanto, no ha sufrido ninguna erosión, ningún debilitamiento y, en palabras de la pensadora, “debido a su sobresaliente permanencia, las obras de arte son las más intensamente mundanas de todas las cosas tangibles”. También Arendt recurre de alguna manera al concepto de inmortalidad, a la perduración a lo largo de los tiempos.

Esa idea de la intemporalidad del arte, de su eternidad, es enormemente perversa. Más aún: es falsa. Me recuerda aquel fragmento de un periódico alemán de finales del siglo XIX que Benjamin reproduce en su “Pequeña historia de la fotografía” para subrayar lo que el filosofo alemán denomina el concepto filisteo del arte; aquel periodista se oponía a la fotografía, como otros tras él se opondrán al cine o a la televisión: “El hombre ha sido creado a imagen y semejanza de Dios, y ninguna máquina humana puede fijar la imagen divina. A lo sumo podrá el artista divino, entusiasmado por una inspiración celestial, atreverse a reproducir, en un instante de bendición suprema, bajo el alto mandato de su genio, sin ayuda de maquinaria alguna, los rasgos humano-divinos.” El arte que vemos es aquel que la institución decide que veamos, y no es nada inmutable, aunque su coartada sea la misma que la de aquel periodista: la bendición, la inspiración, el genio… La institución nunca ha tenido un mismo criterio para decidir qué arte debe mostrarse, no es cierto que la verdad del arte sea indemostrable, muy al contrario, se demuestra que esa aparente perennidad es falsa. Lo que ayer era denostado, hoy puede ser venerado; los artistas que en su tiempo fueron rechazados y silenciados, la institución decide mostrarlos como emblemas de esa presunta eternidad del arte. En una entrevista reciente, Marina Abramovic (El País, 20 de abril de 2015) decía: "Los museos aceptan hoy las performances como el vídeo o la fotografía, pero ha llevado mucho más tiempo ganarse el respeto. Ha habido un cambio radical: cuando empecé me querían encerrar en un manicomio porque creían que estaba loca, y hoy me alaban."

No, el tiempo del arte no existe. Hay muchos tiempos: los de la creación, los del olvido, los de la recuperación, los del elogio desmedido, los de la utilización del arte del pasado como simulacro obsceno de atemporalidad. Y ese juego de tiempos nos sitúa a todos nosotros como unos meros espectadores.

Los museos son los principales guardianes del tiempo del arte institucional. Ellos lo guardan y eligen la manera en la que lo muestran; en muchos casos se trata de museos de titularidad pública, pero la población tiene restringido su acceso y su actuación más allá de la contemplación de lo que se quiere mostrar y de la manera en la que se quiere mostrar. “Lógico”, dirán algunos de los que me hayan seguido hasta aquí. Pero las lógicas institucionales, las derivadas del arte entendido como poder, no son siempre las lógicas del sentido común. Los rituales conservacionistas de los museos empiezan por lo evidente (la prohibición de no tocar una pieza), pero terminan en la prohibición de sacar imágenes de las obras colgadas en los museos, o de los visitantes en las salas del edificio, a pesar de que las piezas exhibidas puedan estar libres de derechos y de que el museo pueda financiarse con los impuestos de aquellos mismos visitantes, los cuáles son tratados como potenciales infractores por unos vigilantes uniformados que no saben más que vehicular el estado policial del poder a un lugar que la institución vende como sagrado, pero que quiere controlar como hace con la calle. Esos mismos rituales conservacionistas del poder son los que dedican todo su esfuerzo a preservar una obra de arte hasta los extremos de que algunas no se muestran nunca por su extrema fragilidad física. Pero, ¿si no se  pueden mostrar para que necesitamos que se conserven?, ¿qué función social le otorgamos  a aquella pieza? La paradoja es que esas mismas instituciones que llevan a la sinrazón el culto a la obra de arte (puesto que una sinrazón es aquel arte que no se puede ver), no tienen el más mínimo pudor en derrocar barrios enteros (arte público, pues) si el poder del dinero llama a sus puertas.

En el museo se realiza el simulacro de la paralización del tiempo, la voluntad de hacer válida la idea de Fowles de que aquellas obras son contemporáneas nuestras porque la belleza no puede ser demostrada, es una verdad apodíctica, y en consecuencia no nos queda más que nuestra sumisión. Acudimos al arte del pasado en una ceremonia de servilismo. Nos han dicho aquel arte es bueno, nos lo dice la institución o las instituciones: la universidad, la academia, los libros de textos, el propio museo… Los rostros de cansancio, de abatimiento de tantos visitantes de museos (de nosotros mismos, sin duda, tú y yo) demuestran hasta qué punto ese simulacro funciona: somos incapaces de abandonar un museo aunque nuestro físico y nuestra mente protesten porque hay una verdad pública que nos desmiente.

Cuando acudimos al museo nos convertimos en seres pasivos que afirman impávidos —¿embaucados o estúpidos? ¿o ambas cosas a la vez?— el mensaje institucional: la belleza del arte es eterna. En consecuencia, cómoda, sin ideología. Sí, rotundamente, hay un alto grado de estupidez cuando las masas visitan los museos que albergan la historia del arte generada por el poder y se extasían frente a aquellas obras que nunca representaron a las clases populares de las que los individuos que conforman mayoritariamente a las masas actuales forman parte. La institución lo hace bien: muestra el arte que fue encargado y pagado por la aristocracia, por la nobleza, por la iglesia, por la burguesía, pero nosotros sancionamos su valor más allá de toda discusión. ¿Cuántos ateos o agnósticos o creyentes en otras religiones sancionan obras que no han hecho más que simbolizar el poder —el Poder— despótico de la Iglesia católica? ¿Cuántas mujeres y hombres de creencias conservadoras, si no directamente fascistas, habrán observado en directo el Guernika de Picasso, primero en el MoMA, ahora en el Reina, desposeyendo al cuadro con su mirada y su aceptación de cualquier atisbo de la denuncia que la obra contenía? ¿Cuántos dirigentes políticos que atentan constantemente contra la libertad habrán visto en el Louvre “La libertad guiando al pueblo” de Delacroix y se habrán extasiado cumpliendo con el simulacro? ¿Cuántas y cuántos feministas habrán salido de un museo enciclopedista sin percatarse del papel decorativo de la mujer en la historia del arte, no tanto porque las mujeres artistas hayan sido elididas de esa historia como por la presencia de la mujer como objeto de posesión por parte de los comitentes que encargaron aquellas obras? ¿O se habrán dado cuenta y, sin embargo, no dejaran de tener, tal vez, esa sensación estéril de adoración? ¿Cuántos demócratas, al fin, no se embelesan frente a obras encargadas —o representadas— por reyes infaustos, cortesanos asesinos, sacerdotes opulentos…? ¿La belleza es eterna y lo que muestra también?

Los dirigentes políticos claman constantemente por la necesidad de que los museos aumenten sus ratios de visitantes. Y nosotros (la sociedad, la academia) asentimos bajo el supuesto de que los individuos serán más cultos si visitan un museo que si se quedan en casa. Pero, tal vez debamos corregir el supuesto. Tal vez, el museo debería convertirse en un lugar donde acudan los individuos para hacerse más sabios a partir del cuestionamiento de todo, de todo, y no para adorar aquellas obras como objeto de culto religioso. Las masas en un museo son tan susceptibles de caer en el embelesamiento estéril, en la alienación, como lo puedan ser frente a un televisor. Porque la observación de obras de arte que provienen del poder histórico o que el poder ha asimilado en los últimos tiempos no procura ningún registro de duda, primer y necesario estadio para que el arte y la cultura puedan tener una capacidad transformadora en el individuo.

Parece difícil huir de ese embelesamiento, de esa apropiación del tiempo del arte por parte de las instituciones, del aplauso gregario del que hablaba Gombrowicz. Invocar ahora y aquí el espíritu crítico, la capacidad de cuestionar lo que el museo te ofrece, la posibilidad de enfrentarse al arte del pasado con una mirada no historicista, la interrogación propia, etcétera, puede parecer una utopía, si no una broma. Pero es el único camino posible, el de una educación que sepa combinar los conocimientos históricos con la capacidad de dejarnos preguntar por el arte del pasado sin adorar, sin orar, sin genuflexión incluida.

Me parece que algunas propuestas académicas (el Atlas Mnemosyne de Warburg; el benjaminiano conocimiento por montaje de Didi-Huberman; las propuestas de relectura de las obras del pasado que se producen en ciertos proyectos curatoriales, sobre los que Arthur C. Danto subrayaba la capacidad de cambiar el contexto original de aquellas piezas…) intentan trazar un camino que pueda cuestionar algo de esa apropiación del tiempo por parte de la institución. Pero no se me escapa que los cimientos de esa apropiación son sólidos y aparentemente indestructibles.

El tiempo presente del arte… y sus posibles huidas

La institución juega con el arte del pasado, el de la belleza que era, la que era y sigue siendo puesto que, según la institución, esa belleza es endógena y no explica más que esa propia belleza. La institución sume al arte del pasado en un estadio de eternidad y de falta de complejidad. Y nosotros acudimos a él obedientes, sin capacidad crítica, para reconocer sus valores, su prístino pero renovado encanto, en un contrato no escrito según el cual si no apreciamos toda esa carga sólo puede deberse a nuestra falta de preparación, a un error propio. Lógico: la belleza inmutable nunca puede errar.

Pero, ¿qué ocurre con el arte del presente? Aquel que no puede estar imbuido de la belleza eterna, entre otras razones porque en muchos casos la belleza, aquella belleza del paradigma Leonardo, le es ajena. Aquí, la institución se siente algo más incómoda, debe estar más atenta a su paso por el alambre, a su juego funambulesco. El tiempo no juega a su favor, sus estrategias no han tenido tiempo de fructificar, su capacidad de fagocitar a los disidentes requiere un tiempo, un tiempo que no es el del arte consagrado y beatificado por la pátina de los años.

¿Qué ocurre con el arte del presente, repito? Pero la pregunta no se refiere a cualquier tipo de práctica artística. Me refiero al arte del presente que se vincula a la realidad desde posiciones alejadas de la obediencia al propio arte como presunto lujo neutral, sin ideología; me refiero al arte que acude al espectador desde posiciones de choque, de anomalía, acaso violentas, que no necesariamente busca el acomodo, sino la transformación o, cuando menos, la voluntad de transformación. La distinción no siempre es sencilla, la reciente historia nos demuestra que muchos artistas que querían destruir el arte ocupan un lugar preeminente en los museos; más paradójico aún, muchos artistas que pretenden cuestionar el sistema son financiados, mostrados y tal vez musealizados por el propio sistema institucional. Sin embargo, hay límites, entre aquellos artistas que la burguesía hace crecer con sus constantes compras —síntoma inequívoco de complacencia, de formas cómodas, puesto que la lectura contraria, la de una burguesía atenta a lo arbitrario y molesto ideológicamente, parece inadmisible— y  aquellos otros que se debaten permanentemente en la contradicción entre su campo de acción, el arte, y su voluntad de disidencia política y social.

Todo lo que diré a partir de ahora, pues, no puede aplicarse a aquellos artistas que quieren imitar a los artistas del pasado, a los que, como hemos visto, trabajaban para el poder, aceptaban sus encargos y, si se sentían incómodos con ellos, su obra no lo refleja o lo refleja mal. Si el pintor Antonio López acepta el encargo de realizar un retrato real en pleno siglo XX su valor de contestación es nulo, se sitúa en las estelas del arte de la institución sin ver, pobre de él, pobres de nosotros, que la institución monárquica es anacrónica y su permanencia solivianta cualquier atisbo de racionalidad. Allá él con su comprensión del arte y de la cultura como un lujo cultural, allá él con esa falta de toma de partido. Y allá todos aquellos que acuden a ese retrato regio y leen en él, y en su largo período de realización, la verdad del arte, esa belleza eterna. ¡Otros que se desentienden y evaden!

El caso de Antonio López es extremo, no único, pero hay muchos otros artistas que realizan su obra en el seno del sistema sin ningún atisbo de preocupación, trabajan para instituciones, para coleccionistas, acuden a las ferias para triunfar en la institución, y sin cuestionarla. El tiempo de este arte es el tiempo de la institución, sin más. En presente, sin necesidad de trabajar con la eternidad o con la perennidad; eso viene después. Algunos artistas llegan a incorporar en su trayectoria el tiempo del arte institucional con tanto empeño que crean fundaciones a su nombre para preservar su legado. Crear una fundación propia no es más que el alargamiento del simulacro, de la impostura, de la conquista del tiempo: esos artistas quieren ser imperecederos y se someten a la idea institucional de que su arte es eterno o, bajo su criterio, debe serlo.

Por tanto, aquí me quiero referir al arte que cuestiona el sistema, en un grado o en otro. Con la consciencia de que esa posición está repleta de equívocos, de tensiones, de engaños y de simulacros de todo tipo. Como aquel que señala Rancière: el arte de denuncia sólo tiene efectividad en aquellos que, previamente, ya están concienciados del objeto de la denuncia. O por el hecho ya mencionado que, a menudo, las mismas instituciones que son enjuiciadas son las que financian la obra y/o el comisariado (ya sean instituciones privadas, como entidades financieras o aseguradoras, ya sean públicas). O, por añadir algo más, ese arte que en el tiempo del presente quiere presentarse como un arma de debate o de lucha puede que, en el futuro, sea fagocitado por el propio sistema, por los tiempos de la institución.

Juan Goytisolo lo decía a la perfección en su discurso de aceptación del premio Cervantes: “No se trata de poner la pluma al servicio de una causa, por justa que sea, sino de introducir el fermento contestatario de esta en el ámbito de la escritura. Encajar la trama novelesca en el molde de unas formas reiteradas hasta la saciedad condena la obra a la irrelevancia.” Es decir, si trasladamos el aserto al mundo del arte, encajar tu trabajo en lo usual y lo sistémico te conduce a la irrelevancia como artista. El camino contrario no quiere decir necesariamente recurrir al panfleto visual (por el que, por otra parte, cada vez siento más aprecio) sino introducir “el fermento contestatario” en la obra, en el pensamiento, en la crítica.

Me voy a permitir plantear algunos supuestos nada exhaustivos en los que, a mi entender, el tiempo presente del arte puede ser combativo con la institución. Ese arte que, independientemente de su recorrido posterior en el tiempo, pone algo en crisis. Ese arte que estorba, perturba, molesta, activa o transforma la mente de quien lo ve, piensa y hace pensar, revela, se rebela, rompe, subyuga sin distraer, adornar, complacer, embellecer, adinerar, prestigiar… Ese arte que incomoda a la institución, a su control del tiempo.

Se trata de unos supuestos en los que parece posible huir de la institución, de la instrumentalización que ella realiza del arte, del arte que no se plantea nada más que el reconocimiento apresurado, el letargo repentino en el tiempo clausurado. Me refiero a unos supuestos que no son imposturas o a mí no me lo parecen. Los llamaré paradigmas, en confrontación con lo que he llamado el paradigma Leonardo.

El paradigma Bartleby. Es decir, el de aquellos artistas que abandonan del todo su práctica artística en el seno de las instituciones. Pero no me refiero a los que lo hicieron como un simulacro (Duchamp y su presunto abandono del arte por el ajedrez), sino a los que realmente se alejan de todo cruce con el arte y subsisten como empleados de banca, por ejemplo. (Ese es el caso de Antoni Padrós, al que me he referido en otro lugar, un Bartleby que, como el de Melville, llegó un día en el que desde su oficina pronunció su particular “I would prefer not do”.)

El paradigma Núria Güell. La artista catalana se mueve en el interior del sistema artístico, expone en centros, tiene un galerista... Pero siempre busca los entresijos legales del sistema (del sistema in extenso) para ponerlo en entredicho. Sus obras no son piezas que puedan cotizarse y venderse y, en consecuencia, no son susceptibles de ser respetadas por la institución, a pesar de que las pueda financiar. Ella interfiere con sus acciones en el entramado social o político.

El paradigma Josephine Witt. La elijo a ella como ejemplo de todos aquellos activistas que realizan actos políticos que son a la vez actos performativos o, viceversa, son actos performativos –por tanto artísticos— que adquieren una dimensión política evidente aunque se ejecutan en medios alejados de la institución artística. Allí no hay representación. Cuando Josephine Witt se abalanzó sobre Mario Draghi provista de confeti estaba utilizando el aparador comunicacional para traspasar las fronteras del círculo artístico. ¿Cuándo tardará su acción en entrar en los museos aunque sea por la lectura de otros artistas? La pregunta me inquieta.

El paradigma Pasolini o el del artista asesinado —o suicidado— por la sociedad. El intelectual italiano me parece el caso más arquetípico por su compromiso político y ético. Más allá de investigaciones policiales o de barruntos periodístico, su muerte no puede separarse de ese compromiso. (Otros artistas son suicidados, como Artaud decía sobre Van Gogh, porque son impelidos a ello por la cohesión entre su trabajo de confrontación y su propia vida.) Habría un estadio anterior, no tan finalista, de acciones artísticas al límite, como aquel artista ruso (Piotr Pavlenski) que clavó sus testículos en la Plaza Roja de Moscú en protesta por la política del Kremlin.

El paradigma del artista anónimo que trabaja en la calle. Esos grafitis que incomodan tanto al poder municipal, que intentan prohibir y limpiar. Primero, por el propio anonimato (el real, no la simulación perpetrada por Bansky); segundo, por la provocación que para las administraciones suponen el escribir o el dibujar en las paredes de una ciudad eslóganes o imágenes que escapan al control.

El paradigma soviético. En la URSS los artistas estaban agrupados en el Sindicato de Artistas y sus obras se realizaban por encargos realizados por la administración, es decir, por el entramado del Partido Comunista. En su seno la libertad del artista, el genio individual, sobre el que se sustenta nuestro tiempo del arte, quedaba fulminado; aquellas obras no eran susceptibles de entrar en un mercado presidido por la ley de la oferta y la demanda… ¿Es posible trasladar ese paradigma al sistema capitalista? En todo caso, con un imprescindible cambio: la substitución de los encargos “oficiales” por los “disidentes”, por llamarlos de algún modo.

Son seis posibilidades, existen otras más, sin duda. En todas ellas la institución parece no tener los instrumentos necesarios para sistematizar sus acciones, al menos no inicialmente. Puede prohibir, encarcelar, silenciar, limpiar, acaso asesinar o “suicidar”…, pero no tiene los resortes del todo engrasados. El gran problema con el que se enfrenta es que necesita un tiempo para abducir al arte sedicioso o para eliminarlo del todo del presente y, consecuentemente, de la historia.

Tal vez, nos hemos equivocado de oficio. Quizás para transformar o contribuir a transformar la sociedad, el arte no sea el dispositivo más adecuado. Puede que el dominio del tiempo o de los tiempos sea nuestro gran problema. Pero Bertolt Brecht ya nos lo advirtió: “"No acepten lo habitual como cosa natural pues en tiempos de desorden sangriento, de confusión organizada, de arbitrariedad consciente, de humanidad deshumanizada, nada debe parecer imposible de cambiar."

Comentarios

El 05 de Junio de 2017 a las 21:07
Cojer x3 now dice:

Kilo de carnes

El 30 de Junio de 2015 a las 15:17
Elisa Rodríguez Campo dice:

Me uno al planteamiento de J. Minguet para quien el museo debería convertirse en un lugar donde acudan los individuos para el cuestionamiento de todo, no para adorar aquellas obras como objeto de culto religioso". Tal y como apunta J. Minguet, es preocupante cómo el público que visita los museos es susceptible a "caer en el embelesamiento estéril como lo pueden ser frente a un televisor”, por lo cual debe procurarse LA DUDA: “primer y necesario estadio para que el arte y la cultura puedan tener una capacidad transformadora en el individuo”. Al "Huir de la obediencia" debe uno preguntarse qué hay tras telones... qué hay de tantos proyectos que han encontrado un espacio alternativo e incluso un espacio virtual para poder existir, pues sus contenidos han sido vetados por instituciones, podrían resultar incómodos para el board de un museo, su producción es considerada costosa ... o políticamente incorrecta.... y finalmente puede que resulten 'poco interesantes' para quienes tienen el poder de decisión y simplemente aplican censura. Huyamos, huyamos cuanto antes mejor!!! un abrazo Joan.

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